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Tanto nuestra comunidad como nuestra vida están verdaderamente...

Del número de marzo de 1981 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Tanto nuestra comunidad como nuestra vida están verdaderamente sostenidas por el tierno y protector cuidado de Dios. No hace mucho tiempo tuve la oportunidad de comprobar el gobierno de Dios en mi vida. La ciudad donde yo asistía a la universidad estaba pasando por un período de gran temor debido a la extensa publicidad que se había dado sobre delitos perpetrados contra mujeres. Como estaba haciendo mi práctica de maestra en una escuela superior pública, había oído hablar mucho sobre este asunto. No estuve alerta para negar la creencia de que el hombre podía ser o un pecador o una víctima; no enfrenté esta sugestión mediante la oración. En la Ciencia Cristiana aprendemos que, realidad, el hombre es el hijo de Dios, hijo que ama y es amado. Dios, nuestro Padre y Madre, nos ama, guía, y sostiene a todos. Armados con este conocimiento, jamás tenemos por qué temer. Sin embargo, estaba equivocada al pensar que no era necesario que yo orara por esta clase de problema porque yo nunca tendría nada que ver con delitos.

Una noche, mi amiga y yo regresamos temprano a casa, al departamento que compartíamos en la ciudad. Antes de quedarme dormida, leí un artículo que una amiga había escrito para el Christian Science Sentinel. Me concentré en reconocer a toda la humanidad como mi familia, entonces me quedé dormida, sintiéndome en paz. A las tres de la mañana me desperté al sentir que algo me oprimía la cara y el cuello. Al principio, pensé que mi compañera me estaba haciendo una broma, mas cuando pregunté quién era y sentí que me oprimían más fuerte, comprendí claramente que no era una broma ni era mi amiga. Vi que me atacaba un hombre que había entrado al departamento por la ventana.

El temor de que me hiciera daño fue instantáneamente reemplazado por la dulce seguridad de la presencia de Dios. Cuando pude hablar dije con voz entrecortada: “Usted es el hombre de Dios”. Al declarar esta verdad supe que Dios, el bien, estaba conmigo, cuidándome y guiándome. Cuando pude hablar de nuevo, declaré: “Usted es el hijo de Dios”. En ese momento una fuerza superior a la mía apartó al hombre de mí empujándolo hasta al centro de la habitación, y pude pedir auxilio. Entonces apresuradamente salió pasando por el lado de mi compañera que estaba a la entrada de su habitación. Dios me había protegido en una situación peligrosa. En ese momento me dí cuenta claramente de que jamás podía estar fuera de la protección de Dios. Aunque el hombre me golpeó en la cara dos veces con el puño, en ningún momento sentí dolor. Me dí cuenta de que la seguridad no dependía de arma alguna ni de la presencia de otra persona. La seguridad, al igual que la fuerza, derivan de Dios.

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