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[Original en español]

Mientras estaba felizmente empleada en uno de los hogares residenciales...

Del número de marzo de 1981 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Mientras estaba felizmente empleada en uno de los hogares residenciales para Científicos Cristianos, de pronto comencé a sentir dolores agudos en los tobillos y talones. No sé cómo se llamaría la condición porque nunca fue diagnosticada. Con la amable ayuda que recibí en diferentes ocasiones de practicistas de la Ciencia Cristiana y de otros fieles amigos, sané en más o menos cuatro meses.

Una de las primeras cosas que percibí fue que no obstante el haber ayudado a muchas personas a valerse de las bendiciones de la Ciencia Cristiana, yo, sin embargo, no había orado diaria y eficazmente por mí. En el Manual de La Iglesia Madre la Sra. Eddy nos advierte (Art. VIII, Sec. 6): “Será deber de todo miembro de esta Iglesia defenderse a diario de toda sugestión mental agresiva, y no dejarse inducir a olvido o negligencia en cuanto a su deber para con Dios, para con su Guía y para con la humanidad. Por sus obras será juzgado, — y justificado o condenado”.

También tuve que vencer el orgullo, la vanidad y la obstinación. En Hebreos leemos que “la palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que toda espada de dos filos; y penetra hasta partir el alma y el espíritu, las coyunturas y los tuétanos, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón” (4:12). Durante este tiempo gané un deseo más humilde de entender al mundo en su verdadera luz, de comprenderlo como una compuesta idea del Espíritu divino, y no como un mundo material compuesto de millones de mortales. Varios artículos en nuestras publicaciones periódicas me ayudaron a sentir que “tenga la paciencia su obra completa, para que seáis perfectos y cabales, sin que os falte cosa alguna” (Santiago 1:4).

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