Estaba en un viaje por carretera con amigas de la universidad. Conocía a estas chicas, especialmente a una de ellas, desde hacía varios semestres. Pero estar juntas alrededor del campus y viajar juntas en un viaje por carretera fueron experiencias muy diferentes.
En el camino a casa, sin saberlo, doblamos en el lugar equivocado fuera de la ciudad y nos dirigimos hacia el este en lugar del oeste. Durante varias horas, ninguna de las ciudades por las que pasamos parecía estar en nuestro mapa, y para cuando nos dimos cuenta de lo que había ocurrido, estábamos muy retrasadas. Habíamos planeado quedarnos con un primo de camino a casa, pero como habíamos leído mal el mapa, era obvio que eso ya no era posible. Para empeorar las cosas, cuando mis padres nos prestaron el auto, nos pidieron que condujéramos solo durante las horas del día que hubiera luz, y ahora estábamos conduciendo de noche. A mis amigas no les preocupaban las reglas de mis padres, pero yo me enojé y estaba un poco amargada.
Cuando terminó mi turno de conducir, me acomodé en el asiento de atrás y tuve una lucha terrible. Sabía que no estaba bien estar tan enojada, pero no podía dejar de sentir que yo era la “justa” contra las otras tres.
Mientras conducíamos, me venía a la mente un poema de Mary Baker Eddy que había aprendido en la Escuela Dominical de la Ciencia Cristiana. Pero me resistía a pensar en él. No podía entender que una oración como “Apacienta mis ovejas” (Escritos Misceláneos 1883-1896, pág. 397) tuviera algo que ver con mi problema.
Sin embargo, a medida que avanzaba la noche, y me cansé de luchar mentalmente, por fin obedecí a ese empujoncito divino y comencé a revisar el poema línea por línea. Lo sabía de memoria porque lo había cantado como himno muchas veces desde niña. Cuando llegué a las palabras “Calma la justificación propia” (según versión en inglés) me di cuenta de lo mal que había estado actuando. Por supuesto, podríamos habernos detenido en un motel antes —antes de que oscureciera— pero nuestra situación era prácticamente inevitable. Y en realidad no fue culpa de nadie. Cuando percibí este gentil reconocimiento de que todas éramos inocentes, sentí un gran alivio, mi ira se disolvió, y dejé completamente de lado todo sentimiento de que mis compañeras eran enemigas, o algo menos que amigas.
La tensión en el auto desapareció, y todas comenzamos a reír y bromear. Tan solo unos minutos después, encontramos un motel donde pasar la noche, y el resto de nuestro viaje a casa fue sin incidentes. Unos años después de esa aventura, una de mis amigas de ese viaje fue incluso una dama de honor en mi boda, y nos mantuvimos en contacto durante mucho tiempo después de eso.
Esta experiencia fue un gran ejemplo de que las ideas de Dios siempre están ahí para ayudarnos cuando nos sentimos tentados a caer en la actitud de “yo contra ellos” o “yo tengo razón”. Dios es el Amor infinito que todo lo abraza, y cuando sentimos este amor, la justificación propia —o cualquier cosa que nos haga sentir separados de los demás— se disuelve naturalmente. Entonces podemos hacer algo más que simplemente llevarnos bien; podemos sentir y demostrar nuestra unidad unos con otros, y la alegría que viene con ello.
ACCESS MORE GREAT ARTICLES LIKE THIS!
Welcome to Herald-Online, the home of The Christian Science Herald. We hope you'll enjoy this article that has been shared with you.
To receive full access to the Heralds, activate an account using your print Herald subscription, or subscribe to JSH-Online today!